Barrio de San Juan de Dios
Por: Luis Felipe Rodríguez
Alegre, pintoresco,
rumboso, animado, sombrío, histórico y muchos, muchos calificativos más
pudiéramos poner al barrio de San Juan de Dios. Plantado en las goteras de la
villa sanmiguelense cuenta sonriendo sus muchos años ¡y los que le faltan!
Destacan en su corazón: el templo, bálsamo y oasis para tristes y sedientos; el
Real Hospital, fuente de vida para los enfermos, y su añoso cementerio, punto
final para propios y extraños que encontraron ahí la paz.
Desde el 62 que el
profesor Anguiano logró que se otorgara el edificio para la escuela “Hermanos
Aldama” el sombrío lugar recobró la alegría que tuvo en aquellos años en que
las ruidosas parvadas de pájaros encontraban alimento seguro en sus huertas.
Los matices del arco iris reafirmaron su identidad olvidada en los meses
esplendorosos previos a la cosecha.
La cara de Angelita
se ilumina y su corazón, almácigo generoso que se vacía en el surco de la nueva
generación para compartir esas imágenes que viven en su mente. Despues de tocar
su puerta varias veces al grado de pensar que había olvidado nuestra cita
escuché su bordón por el pequeño patio de su casa en donde no faltan macetas,
recuerdo al fin del vergel donde nació y una jaula de canarios que no dejaron
de poner la música de fondo para las varias horas de nuestra conversación.
Su padre, J.
Guadalupe Escalante, le fue arrancado muy pronto. Sólo sabría después que llegó
de Río verde, que anduvo de soldado, que trabajó la talabartería y que en los
años de paz fue trabajador de la “Aurora” y contribuyó en la formación del
sindicato de la fábrica. Su madre, doña Germana, era hija de don Crescencio
Ríos Cuéllar quien tenía dos hermanos: Sabino que eran panteonero y Jesús que
junto a don Chencho trabajaba para la presidencia “cuidando las calles” de las
Monjas para abajo, por todo Canal y Zacateros.
Pese a que sus
actuales acompañantes son la tristeza y la soledad, nació en un vergel, rodeada
de flores pues su abuelo materno trabajaba en las mañanas en aquella huerta que
ocupaba todo el lado poniente del actual jardín de San Juan de Dios y por el
lado sur hasta el arroyo. Él era mediero, el propietario era don Rafael
Navarro, de Celaya. A su abuelito le ayudaban otras personas como don Regino y
don León; a éste último lo conocía mucha gente porque en su casa, junto al
arroyo, tenía cría de puercos a los que alimentaba con todo lo que quedaba de
las huertas. Lo que ahora es el mercado se sembraba alfalfa. Ahí nacieron sus
hijos, se casaron, enviudaron y hasta él falleció en ese trabajo. Dice: -“el
agua con que se regaba venía del atascadero pues bajaba libre. Ahí donde están
los arcos había un manantial y con esa agua se regaban las huertas, porque
había muchas. Despues se hizo un pozo que estaba frente a la puerta de la
primaria. La casa que está ahí abandonada también era de don Rafael pero se la
vendió a unos americanos. Creo que los mandaron fuera porque andaban en cosas
de drogas. Algo así. Pero está sola desde el año 50. Entonces la amapola crecía en forma
silvestre. Mi abuelito sembraba la china, la grande; pero la sencilla, donde
sembraba la manzanilla, lechuga, cebolla, zanahoria y todo eso, ahí nacía sola
la amapola: blancas, rojas y lilas. Su mamá era la encargada de vender en el
mercado las verduras y hortalizas que cosechaban.
En esa película de
recuerdos aparecen en el hospital: el Dr. Barragán, el Dr. Agundis y Dr. López
Escobedo; en el templo: al Padre Carmelo Hernández, al Padre Rey y a los más
recientes. Su narración es firme pues su memoria es clara. Me cuenta de las
dificultades que hubo con un señor cura porque no dejaba que la procesión con
el Señor de la Columna saliera a las calles del barrio, sólo en el atrio. Y de
los problemas entre los encargados que terminaron con algunas costumbres
religiosas semanasanteras. No le tocó ver bajar los difuntos de la revolución y
de la guerra cristera pero si los que llegaban heridos al hospital y muchos
difuntos al cementerio.
Oyó de momentos
difíciles pues en el tiempo de la revolución bajaban los del cerro y se
llevaban lo que encontraban: comida, dinero, mujeres ¡no respetaban nada!
-Cuando ya pasaron esos horrores y mi abuelito ya no podía atender la huerta
empezó a ayudar en el templo de San Juan de Dios. Ahí mis tías daban la
doctrina. Mi abuelo fue también el encargado de traer la imagen del Señor de la
Columna. Nos íbamos al santuario en la tarde en
burros y salíamos en la procesión porque llevábamos la leña para los
mecheros que se usaban antes de que usaran las linternas. Había un descanso en
el arroyo de las piedras, en el arroyo de la arena y después en la Cruz del
Perdón. Me acuerdo de los “cuartitos” del santuario donde nos decía mi abuelito
que hacía penitencia el Padre Alfaro y todavía se veía sangre en la pared. Pero
mucha gente le raspaba para llevársela. Se destruyó mucho, mucho.
En la casa de
ejercicios había un pozo y mi abuelito siempre nos decía que no nos acercáramos
porque era muy peligroso. Dicen que cuando estaban los que venían a los
ejercicios les advertían que no se bañaran pero mucho no creían que se aparecía
el Chan y no ahogaban, se desaparecían. Ya no volvían a aparecer. El dinero que
se juntaba de las limosnas se lo entregaba al señor Cura primero Refugio Solís,
luego a don Enrique Larrea y al final al padre Mercadillo quienes le daban su
recibo y nosotros guardamos, algunos están ya muy viejitos aunque algunos se
perdieron porque en la huerta había mucha humedad.
También era el
mayordomo de la imagen de Señor San Pascual le ayudaba un señor que se llamaba
Felipe. Después estuvieron doña Lola, doña Carmen y don sabino papás de Cruz
“el camotero”. Ellos se juntaron con él, pero el mayordomo era mi abuelito.
Vivió algún tiempo
en la calle quebrada junto a los escalones en una casa que era de su esposo.
También vivió frente al pilancón pues la forma de llevar agua a sus domicilios
era en los cántaros. Dice que llegó a ayudar a lavarlo y volverlo a llenar pues
era el lugar en donde se surtían los vecinos del barrio. Después pondrían la
pila del jardín de San Juan de Dios y más adelante empezaron a poner llaves de
agua. Primero en la esquina de beneficencia y luego en el puente de Guanajuato.
Recuerdos bonitos porque fue cuando empezó a verse con su novio con quien
despues se casó. Eran pláticas rápidas y no tan frecuentes pues él trabajaba de
noche en la panadería. A ella le apenaba oler al humo de la cocina.
Todo el barrio le
trae buenos recuerdos pues tras la venta de la huerta vivió en Canal, Quebrada,
callejón del Pilancón, etc. Cuando falleció Lima Dulce se vendió la casa de
Loreto y se cambió la mesa para la calle de Beneficencia; su hijo, Roberto
Granados, con su esposa Natalia, fueron sus padrinos de bautismo.
A su mamá le tocó
cuidar a la Sra. Cristina Alcalde cuando pequeña en el Hotel Reforma de la
calle de Canal. Recuerda que los que ahora es la plaza comercial que está
frente a Bellas Artes eran la cochera y los baños, entonces de pozo. Por la
calle de Canal estaba el hotel Central de don Vidal Flores, luego la casa del
Doctor Agundis y enseguida el hotel de doña Lucita Villa. Se acuerda de don
Panchito Caballero elaborando banderillas, piñatas y globos de Cantoya.
En el hotel, su mamá
trabajó como cocinera y mesera por lo que considera que ahí surgió su gusto por
la fiesta brava. Dice que, como niña que era, se metía en sus habitaciones y
tiene presente los altares en donde los veía rezar antes de partir hacia la
plaza. Cañitas y todos los grandes toreros de la época se hospedaban en el
Reforma. Le pregunto que si le gustan los toros y me dice; sí pero más los
toreros (ríe); recuerda la tienda del Chorreado donde vendía paletas y
periódicos, que luego se cambió para frente a las Monjas a donde estuvo la
cantina de don José. Años más tarde llegó a pasar por esa cantina porque era
muy frecuentada por su esposo y riéndose recuerda que ahí conoció los ponches y
los “chorriaditos”.
Trece hijos le dio
Dios a su matrimonio pero ha tenido que soportar, primero la muerte de cuatro
de ellos y de su esposo y ahora, el olvido de los nueve restantes. -No tienen
mamá, dice. Yo no existo para ellos. Al despedirnos me ratifica su cariño por
su barrio. La dejo hundida en sus recuerdos dulces y amargos, y en la
protección y compañía de sus santos. Amén.
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