Una Navidad extraña
Por: Luis Felipe Rodríguez
Un día, en la cuarta jornada, mi abuelo fue requerido por el Patrón. Su obra sigue. Las posadas en la casa de mi padre siguen lo más fiel posible; ya no están tampoco ellos y Concha mi hermana ejerce el matriarcado necesario para mantener en orden la casa; el patio perdió sus árboles y se llenó pequeñas casas para las nuevas familias nuestras, se redujo el patio pero éste se agranda milagrosamente para contener a muchos participantes pues la familia ha crecido y cabemos; pero, sobre todo, está María, nueva Arca de la Alianza, que a lomo de un pequeño jumento se deja guiar por José quien a su vez confía en un ángel que va adelante del misterio.
Estamos en tiempo de
posadas y a unas horas de la Navidad. Permítanme esta vez platicarles de una Navidad
extraña para muchos. Mi abuelo nació y vivió en la Congregación de Los
Rodríguez y servía en la parroquia de ese lugar, y cuando el señor cura don
Enrique Larrea fue cambiado al curato de San Miguel lo invitó a trabajar con él
y le prestó una pequeña casa que había en la parte poniente del atrio
parroquial, donde más adelante Mons. Mercadillo levantó aquel Teatro de la
Parroquia. En esa torre centenaria mi tío Lorenzo fue sorprendido brincando –de
ahí el sobrenombre del “Gato” y tuvieron que mudarse al norte donde mi abuelo
compró la casa de Calvario # 9, donde yo nací.
Al venirse a la
ciudad mi abuelo se trajo entre sus aperos también su gusto por las pastorelas
y coloquios que hacía en aquellos lares, y aquí los hizo en la rinconada del
atrio, cuando todavía el maestro Domingo Jiménez no hacía la escalinata que
ahora vemos frente a la casa de las Sautto (después “La Fragua”), igualmente
utilizaba el otro rincón que está al pie del reloj cuando todavía el atrio
parroquial estaba empedrado. Una de sus primeras obras del Sr. Cura Larrea fue
levantar el monumento al primer Obispo de León el Sr. Sollano y alrededor había
unos pequeños prados que más adelante fueron retirados porque los danzantes ya
no tenían espacio para bailar en las fiestas del Señor de la Conquista y de
Señor San Miguel. Al mudarse a Calvario, envolvió con cuidado sus recuerdos y
se llevó bajo el brazo sus copias de pastorelas y coloquios.
Del Callejón de
Calvario conservo algunos recuerdos, tengo, por ejemplo, muy presente las
actividades de mi abuelo, quien con mucha anticipación a diciembre, empezaba a
seleccionar a los actores que participarían en la pastorela que ese año
pondría. De sus colaboradores asiduos eran: Cruz Araiza, que era nuestro vecino
en el callejón y tenía su peluquería en el portal de Guadalupe y además daba
clases de música; también Cándido y Silvestre Gómez, quienes tenían excelentes
voces; a otro que recuerdo eran: don Lencho que vivía en la calle de Reloj casi
llegando al Hospital “Juan Manuel de Villegas”, por cierto en alguna de las
representaciones se acercó tanto a la vela que iluminaba el libreto que las
barbas de algodón que llevaba pues representaba a un ermitaño, se le
encendieron; también vecino de esa calle varias veces participo Filiberto
Martínez García, quien más tarde se casaría con mi tía Chila; no faltaban mis
tías como pastoras: Carmen, la mayor, quien me llevó a todos los templos y me
enseñaba las imágenes que cada uno tiene, sus fiestas, etc. la extrañé mucho
cuando dijo que sí al llamado interno y entregó su juventud y su vida al
ingresar al claustro de las Concepcionistas en donde fue varias veces la madre
superiora por lo que ahora descansa al pie del altar en el coro bajo de las
Monjas, en reunión perpetua con las demás prioras, encabezadas por la fundadora
la madre Sor Josefa Lina; otra, la tía Amparo, quien se casó con Isidoro
Salgado y al enviudar contrajo nupcias con uno de los pioneros en la artesanía
de la hoja de lata y latón, don Eleuterio Llamas; desde luego participaban
otras personas que mi memoria de teflón no conserva.
Mis tíos y otros
colaboradores empezaban a hacer el “escenario” en ese callejón pegado a la casa
de Calvario, sólo dejaban un espacio junto a la casa de don Celestino que vivía
enfrente a la casa paterna. Por supuesto había público empezando por los
vecinos, doña Consuelo Correa, hermana de don Miguel, el de la Escondida; los
Aboites, don Jesús y toda su familia, otros vecinos eran don José y doña Benita
y desde luego la familia Quintanar don Carlos, Licha y don Polo, quien tuvo
mucho tiempo una pulquería frente al Palomar y muchos vecinos más.
Mi debut en el
escenario fue abortado por mi padre. Sólo sabía que estaba ensayando la
pastorela y que entraría a formar parte de la “compañía” del abuelo. Llegó
temprano y se sentó junto a mi madre esperando el inicio de la pastorela
“Laura”. En algún momento preguntó -¿Y Luis?, -¿Luis?, respondió sorprendida mi
madre –desde que llegaste vino a sentarse contigo; voltear y trocar la sonrisa
en sorpresa y luego en cólera fue todo uno; repuesto, dijo: ¿mi hijo vestido de
“vieja”? –es que va a salir de angelito, contestó serena mi madre. Ignorando la
respuesta me ordenó -¡ve a quitarte esos trapos!, -tu papá se va a enojar, -me
importa muy poco, y al repetir la orden me metí al camerino (la casa) a
quitarme el vestuario. Esa reacción machista terminó lo que pudo haber sido,
quizás, una “exitosa” carrera artística. Las pastorelas y los coloquios eran otras
de las grandes pasiones de mi abuelo.
Las familias crecían
y con ello los problemas se multiplicaron, a insistencia de mi madre, mi padre
compró dos lotes en la Col. Guadalupe en donde levantó una hermosa casa con un
pequeño patio al centro que mi madre llenó de amor y plantas; alrededor hizo
unas jardineras que siempre tuvieron flores; un corredor cubierto de tejas y
adornado con macetas de helechos donde pasamos una infancia feliz ajena a las
preocupaciones económicas de mis padres. Al poco tiempo de mudarnos, mi abuelo,
enfermo y ya usando muletas, nos visitaba los domingo y comía con nosotros;
previamente acordaba con el taxista que lo llevara (Bony casi siempre, Aguado o
el Zorrita) que pasaran en la tarde a recogerlo. Un día “no fueron por él” y se
empeñó en esperar a quien nunca llegó por él. Después supimos la verdad: les
había dicho que no regresaran, que se iba a quedar a dormir ahí. El abuelo se
quedó con nosotros hasta que el Creador quiso. Encadenado por la enfermedad a
un sillón que le hizo mi tío Lencho, cada noche dirigía el rezo del rosario y
luego nos entretenía contando todas las noches historias diferentes, casi
siempre de miedo. Cargando sus recuerdos y apoyado en sus muletas paseaba por
otro pequeño jardín que estaba al fondo donde mi madre sembró árboles y más
flores y donde mi padre hizo pasillos y un estanque para patos; igualmente
tuvimos chiquero para cerdos, gallinero para los pollos y en algún tiempo
conejos. Desde luego pájaros, perros y gatos. Todo un zoológico.
Al acercarse
diciembre mi abuelo recibía a los “inditos” que venían a rentarle lo necesario
para sus eventos: los libros con los textos, vestuarios, máscaras, coronas,
morriones, espadas, telones, etc. hasta que poco a poco ya no los fueron
regresando. Pero el espíritu decembrino no podía morir y desde su llegada se
organizaba la posada; bajo su dirección el equipo hacía cadenas de papel de
china de colores y con papel picado hacía una especie de acordeones, faroles,
canastitas para las colaciones de los aguinaldos, desde luego ponía el
nacimiento, con cajas de cartón engrudo, pintura y piedritas de hormiguero
elaboraba casitas para el nacimiento en donde se podían ver poblados, corrales
y granjas con animales y desde luego las imágenes de María y José y el 24
aparecía Jesús cubierto apenas de minúsculo pañal, comprábamos cántaros y con
engrudo, periódico y papel de china hacía las piñatas que durante los días
previos, colgadas en las vigas del pasillo anunciaban el festivo ambiente que
se acercaba, arreglaba los peregrinos que llevarían en andas los chamacos más
grandecillos.
Llegado el 16 se
rezaba el rosario, entre cada misterio se cantaban villancicos (este era el
momento más esperado por los chicos pues mi padre distribuía entre todos los
presentes panderos y silbatos –aquellos que se les ponía un poco de agua- y
exhibían toda la potencia de sus pulmones. Mi abuelo se molestaba mucho cuando
las cosas no salían como él las planeaba, pero hoy sé que en el fondo las
gozaba. La letanía era otro momento especial pues los peregrinos salían al
patio de abajo y lo recorríamos cantando la letanía, nos dividían entre los que
pedían posada y los que la negaban, hasta volver al pequeño Oratorio que mi
papá hizo en la casa.
Muchos chicos que vivían
en la colonia al oír los cantos se acercaban y entonces mi padre los invitaba a
pasar; siempre tuvimos así muchos participantes. Mi madre preocupada por la
economía le hacía ver que las bolsas de fruta que preparaba iban en aumento y
no alcanzaban y además varios de los chicos vecinos sólo se hacían presentes
hasta que salían los peregrinos pero no a la hora del rosario. Él no hacía
mucho aprecio a esos señalamientos y mucho menos discutía a que participaran a
la hora de las piñatas que se rompían afuera de la casa. Los mayores dentro de
la casa disfrutaban del ponche cada noche y repetía lo que hoy considero muy
mal hábito: tiraban al piso las cáscaras de cacahuate y bagazo de caña.
Un día, en la cuarta jornada, mi abuelo fue requerido por el Patrón. Su obra sigue. Las posadas en la casa de mi padre siguen lo más fiel posible; ya no están tampoco ellos y Concha mi hermana ejerce el matriarcado necesario para mantener en orden la casa; el patio perdió sus árboles y se llenó pequeñas casas para las nuevas familias nuestras, se redujo el patio pero éste se agranda milagrosamente para contener a muchos participantes pues la familia ha crecido y cabemos; pero, sobre todo, está María, nueva Arca de la Alianza, que a lomo de un pequeño jumento se deja guiar por José quien a su vez confía en un ángel que va adelante del misterio.
Las posadas, como la
vida, pasan volando; en casa la Nochebuena es diferente sólo se reza la jornada
y nos vamos a misa a recordar que hace 20 siglos un Dios adoptó nuestra
naturaleza para, haciéndose hombre, redimirnos e indicarnos la viabilidad del
camino hacia la gloria del Padre. Al regresar encontramos a un nuevo personaje
en la familia y ese pequeño ser llora por lo que requiere del arrullo nuestro.
Todos llevamos a nuestros pequeños niños-Dios y en una larga columna donde por
parejas arrullamos a ese pequeño que ha venido a traernos vida, perdón y paz.
Sigue la cena que, por ser en familia, tiene un sabor especial. Debajo de la
alegría subyace la tristeza por los ausentes, sin decirlo, extrañamos sus
risas, sus regaños, sus travesuras; pero la muerte es lo único cierto que
tenemos y esa la compramos desde el día en que nacimos. Al igual que el paso de
la salida de la comodidad del seno materno pensamos que la muerte nos priva de
la “vida” cuando lo que nos espera es la vida verdadera.
Tenemos hoy un
compromiso: que la Navidad no sea la que nos impone el comercio. El cariño no
se demuestra con un regalo. Vaciemos de basura nuestra mente para estar en la
posibilidad de aprovechar el Gran Regalo que esa noche se nos da y después
demos graciosamente lo que graciosamente hemos recibido: Amor. Pues en el
último día es de lo único que seremos evaluados: qué hicimos con los talentos
que el Creador del universo puso en nuestras manos y del amor que recibimos.
Lamento no compartir
la “alegría” de comprar y regalar en estas fechas o de asistir a las preposadas
o “posadas” modernas donde, a mi ver,
sobra “poder” pero falta humildad, donde se encuentra el placer pero no la paz,
donde sobra alcohol pero falta espíritu. Ni hablar. Prefiero seguir añorando
esa Navidad extraña que viví y de la que me enamoré, muy, muy diferente y, lo
peor para algunos de los que hasta aquí me hayan leído: induzco a mis hijos y
nietos por ese camino.
Que quienes no coinciden
conmigo me disculpen pero que el Niño Dios no deje de llegar a su corazón y se
quede para siempre.
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