¡DIOS MÍO, QUÉ SOLOS SE
QUEDAN LOS MUERTOS¡
(G.A.B)
NONANTZIN – MADRECITA
MÍA
“Nonantzin ihcuac
nimiquiz,
motlecuilpan xinechtoca
“ Madrecita mía, cuando yo
muera,
huan cuac tiaz titlaxcal
chihuaz,
sepúltame junto al fogón
ompa nopampa xichoca.
y cuando vayas a hacer las tortillas
Huan tla acah mitztlah
tlaniz:
allí por mí llora.
-Zoapille, ¿tleca tichoca?
Y si alguien te preguntara:
xiquilhui xoxouhqui in
cuahuitl,
-Señora, ¿por qué lloras?
techochcti ica popoca. “
dile que está verde la leña,
hace llorar con el humo.”
(Selección y traducción
del Dr Miguel León Portilla)
Lugar común, cliché, se ha vuelto el afirmar que “Los
mexicanos nos reímos de la muerte”. ¿De verdad nos reímos?, ¿En qué
circunstancias?, ¿Por qué?, ¿Qué acaso la desaparición en el plano físico de un
ser querido, más bien no concita a la tristeza? ¿ A qué mexicanos nos
referimos? ¿Antaño?, ¿Hogaño?
Son mucho más las
preguntas que los argumentos que pretendidamente apuntalen nuestro desparpajo y
hasta sentido del humor frente al fenómeno de la muerte.
Estas líneas, simple crónica, presentan por un lado una parva
redacción de la historiadora Estefanía
Juárez, quien nos informa acerca de la muerte en el mundo prehispánico,
continúan con una semblanza de nuestro añejo Panteón Municipal (investigación
de la Oficina de la Crónica Municipal) y culmina con una propuesta.
Lo aquí narrado simplemente es un detonante para seguir
hurgando en diversas aristas, acerca de la muerte.
En la cosmovisión
prehispánica, la muerte no era vista como el final de la existencia, sino como
parte de esta; era más bien, una fiesta de vida. Mientras se divulgaba la noticia de una muerte, comenzaban
los preparativos para el ritual mortuorio; lavar el cuerpo, enjugar
con agua de trébol e infusión de hierbas para que tomase su olor, esperando que
el cadáver permaneciera en buenas condiciones, debido a que al quinto día se
efectuaba la cremación o el entierro. [1]
Después de lavar y purificar el cuerpo,
durante los siguientes cuatro días seguía recibiendo honores; lo envolvían en
una manta, le pintaban una máscara y le ponían vestidos a manera del dios en
cuyo templo se había de enterrar; además, le adornaban con insignias de piedras
preciosas y ponían en su boca una piedra de jade (chalchikuitl).[2]
Los antiguos mexicas
creían en que la muerte y la vida eran partes de una unidad, la muerte era
considerada como una parte importante del camino hacia algo mejor. Por esta razón, el duelo no era sólo
la manifestación exterior de tristeza, sino que constituía un verdadero ritual
que los parientes del difunto proveían para que su alma llegara a su destino.
En términos generales, no sólo le ayudaban, sino que permitían una catarsis
para la familia; es decir, lo que en el mundo cristiano se realiza mediante la
oración, se efectúa en el mundo indígena de manera activa. Incluso, durante los
cuatro meses y cuatro años que seguían a un
fallecimiento, se realizaban distintas ceremonias en fechas y según
modalidades que dependían de la manera en que había muerto la persona, y por
ende, del lugar del inframundo hacia el cual se dirigía.
En el mundo precolombino, se mantenían lazos rituales con los difuntos
convocándoles para que intervinieran en los actos importantes de la comunidad como la siembra, la cacería, la
guerra, los nacimientos, etcétera; [3]
así seguían participando espiritualmente en la vida del grupo. En
los rituales mexicas existían dos fiestas dedicadas al culto de los muertos: la
fiesta “grande” y el miccailhuitontli,
ambas
vinculadas al calendario agrícola prehispánico. Las ofrendas
iniciaban al alrededor del 8 de agosto, se les ofrecía cera, semillas y maíz
durante un mes, que en el calendario indígena equivalía a 20 días. Durante el miccailhuitontli se honraban las almas
de los niños; primero los fallecidos antes del parto, y posteriormente, las de
los niños y jóvenes, para proseguir con la veintena de los adultos.[4] De acuerdo a esta
ancestral tradición, nuestros muertos vienen de Mictlán, un lugar no terrenal que los antiguos dioses crearon para
su reposo, hasta el día que regresan a visitarnos, donde no hay duelo, llanto
ni tristeza.
El Panteón Norte de Celaya.
Tumba del profesor Francisco Juárez |
Desde que el
12 de julio de 1859, el presidente interino Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, Benito
Juárez, promulga la Ley de Secularización de Cementerios, se
crean los panteones civiles rompiendo con ello
la hegemonía que al respecto tenía la iglesia católica.
La entrada
en vigor de la ley representó un
problema para el clero, por un lado trajo consigo la disminución de ingresos
que por concepto de entierros recibía la iglesia. Paralelamente en el terreno
doctrinal supuso una crisis, ya que de acuerdo a la ortodoxia, los cadáveres debían reposar en “campo santo”
y esa categoría era propia de los inmuebles donde se edificaban las iglesias.
Hacia el
norte de la ciudad, el templo de San Antonio, y también otros templos, acogía
los restos mortales de los oriundos de Celaya.
Ante la
edificación a unos metros del Cementerio Civil, supuso una disyuntiva. Los
fieles católicos preferían el inmueble clerical, mientras que la gente sin
tanto apego a la doctrina optó por el nuevo panteón, este último hecho parece
ser el argumento del porqué a las tumbas primigenias no les orlan motivos
religiosos.
Varios años después, en 1945 concretamente, el
Presidente Municipal Antonio Chaurand
Concha inauguró la segunda
sección del referido panteón.
El 16 de
octubre de 1977, siendo administrador del panteón el sr Alberto Vallejo, “el
Güero”. . . “con el temor reflejado en
el rostro, las manos sudorosas y guardando hermético silencio, decenas de
personas de todas las edades observaban los seis cuerpos momificados extraídos
del Panteón Municipal” (José Antonio Martínez, Cronología de Celaya ,Gto.(1961-1982)
ll Tomo)
Monumento a Valentín Mancera |
Elucubraciones
todas propias del pensamiento mágico. La dura verdad es mucho menos lírica. Por
las condiciones ambientales y la composición química del suelo donde se
sepultaban los cadáveres, estos sufrían una suerte de momificación.
Informado
del fenómeno el recordado lic Manuel Orozco Irigoyen, a la postre Presidente
Municipal, en primera instancia se determinó enviar las “momias de Celaya”, a
Guanajuato capital, para que engrosaran el museo ya existente.
La oposición
del administrador, la opinión ciudadana, hicieron que se desistiera de la idea,
generando así el Museo de Momias de Celaya.
A la fecha,
el Museo exhibe 23 cadáveres momificados, algunos de ellos datan de hace más de
cuarenta años. Posteriormente se han localizado al menos treces “momias” más,
mismas que no se exhiben por deseo expreso de sus familiares.
¿Atractivo
turístico? ¿Aliciente para el morbo colectivo?. Usted opine.
A manera de propuesta.
Rafael
Soldara, historiador, informa que en el “Panteón Norte”, de nuestra ciudad
descansan los restos mortales de una treintena de celayenses destacados. He ahí
un filón de investigación. ¿sólo treinta? ¿quiénes eran? ¿a qué se dedicaban?.
Resulta al menos atractivo seguir indagando para enriquecer los valiosos
aportes de Soldara.
Y con la
información, la propuesta de la Crónica:
Dentro del mismo inmueble dedicar un espacio donde se agrupen las tumbas
de dichos celayenses para generar una
especie de “Rotonda de Celayenses Ilustres” ¿o usted qué opina?
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