“QUIEN CANTA, SU MAL ESPANTA”
(Refrán popular)
Fernando Amate.
XII, XIII . . . XXI
La
Edad Media europea nos regaló el “Mester de Juglaría”, que traducido a buen
romance equivale al “oficio de juglar”, es decir nos habla de poetas, historiadores, “reporteros”,
cronistas, saltimbanquis, músicos,
populares. Nómadas que iban de villa en
villa, de reino en reino, declamando, representando, tocando, informando. ¿Su temática? Lo mismo asuntos baladíes que gestas de reyes
y héroes.
El
tiempo que todo lo muta, cambió el ropaje, los temas, las rutinas. El
tiempo no pudo con la esencia del juglar.
Artistas de ocasión o vocación,
por lo regular enraizados dentro
de lo popular y cotidiano, del lado del pueblo, de los parias, cantores de la
miseria lo mismo que del boato y la
parafernalia de los reyes.
Cronistas
de su época que iban entreverando veras y cuitas para solaz de su audiencia y
que a nueve siglos de su aparición se niegan a morir.
Hoy
estas líneas dan parva cuenta de “juglares
de la postmodernidad” que pululan por esta Tierra Llana. Más en el nivel
descriptivo que en el valorativo; más desde su esencia de artistas populares
que de marginales que lindan con la pobreza, y su consecuente problemática
social y legal.
Varios nombres, una vocación
Se
llaman: Alfonso, Sara, Miguel, Giovani, Esteban, Feliciano, o simplemente “N”,
o acaso “desconocido”. Lo que sí es indudable e irrebatible es que el nombre
representa seres con historias, con sueños y frustraciones, sobrevivientes de
la feroz dentellada de la pobreza que les hace comunes, el otro rasgo de
identidad y pertenencia sería su oficio
de cantores y músicos que viajan de la
ranchera, al bolero, de la balada al corrido, del canto nuevo, al vals, del
folk al blues, al rock, de la
interpretación vocal a la instrumental, de la voz afinada y el acorde certero,
al reto no superado de la afinación y la cuadratura; esto último poco importante, lo trascendente
es su dignidad nunca en juego para
sobrevivir en la jungla urbana sin el fácil expediente de limitarse a pedir
limosna.
Cuando lo justo no es legal y lo legal no
es justo.
En
la periferia de la legalidad, en los dinteles de la justicia, así es el día a
día de estos músicos populares. Vidas que nos demuestran que no siempre lo
justo cabe en una norma jurídica, en una norma oficial. Si bien les asiste el
precepto constitucional del derecho al trabajo, dicho derecho se los conculca
el fárrago de la burocracia, la interpretación leguleya, la preminencia del
reglamento por sobre la ley. Espoleados por el hambre, por el primitivo
instinto de la sobrevivencia, nuestros artistas callejeros retan al clima, la
indiferencia, el desprecio, el asco . . . y también a la ley. Poco importa, son
historias de vida que merecen aprecio.
De
estos seres humanos de vario pinto talento, algunas viñetas:
El de Alfonso Gutiérrez, un teclado lleno de
nostalgia.
Su tiempo y espacio lo distribuye entre el templo de San
Francisco y la calle de Góngora. Los
domingos nos alegra el alma y nos obsequia motivos para ser optimista. Para convocar
a la nostalgia, para llenar el alma de cosas buenas, solacémonos con el talento
de don Alfonso.
Entre cazuelas, ollas, molcajetes: el canto de
doña Sara Arroyo Tovar.
Es
nuestro añejo y hermoso Mercado Morelos, no solo un agasajo para los sentidos
con su fiesta de olores y sabores de frutas, verdura, cárnicos, lácteos, comida
preparada. Al policromo paisaje sensorial, se añade, en la planta alta del
mercado la labor de la sra. Sara Arroyo, mujer nacida en octubre de 1941, hecho
que le sitúa entre los más veteranos “músicos” de la localidad.
Con una
pandereta en la diestra y un botecito en la siniestra, doña Sara entona con voz
quebrada un ecléctico repertorio popular que recorre las décadas de los
cuarentas a los sesentas.
Es ella
un ejemplo de lucha indeclinable, de un
navegar azaroso en la mar de la desventura.
La
generosidad de locatarios y directivos del mercado le posibilitan a la anciana
luchar por el sustento diario.
De las tarjas, estufas,
refrigeradores y alacenas a la música: Miguel Vega Acuña
Este
celayense dedicó muchos años de su vida a la instalación de cocinas integrales.
Pronto supo que era preciso explorar otros caminos, tal vez más sinuosos y
menos gratificantes en lo material, estos caminos tenían que ver con la música,
es por ello que tornó de un diligente instalador de cocinas a un prolijo
intérprete de música popular.
Cinco
años de trayectoria, seis horas diarias de trabajo, doscientos pesos de
ingresos diarios, son una fría numeralia
que no alcanza a reflejar la realidad de este hombre.
Guitarra
en ristre se le ve por el Portal
Independencia, ahí entona boleros y baladas con voz bien timbrada y aceptable
pulsar de una vieja guitarra.
Su
singularidad radica en un amplísimo repertorio al que en ocasiones le reta
alguna petición especial, petición que casi siempre es satisfecha.
Enfrenta
su devenir con optimismo, cuenta que los celayenses son amables y generosos.
Afirma
que: “Al paso que llevo me falta una larga melodía por recorrer, ya que la vida
misma es una canción”
Contestatario y libérrimo.
El jazz,
soul, blues hincan sus raíces en los campos de algodón de Estados Unidos, donde
los esclavos negros se fugan de la oprobiosa realidad a través de estos ritmos.
Al correr de los años esa expresión musical deviene en un goce estético que
trasciende sus orígenes, tal vez por ello, y por el talante libérrimo de los
jóvenes, goza de múltiples adeptos entre ellos.
No es
difícil entender porque a Giovani le llenan los sentidos esta
música de origen afroamericano, de la misma manera, y por razones análogas, se
identifica como el rock como expresión de libertad.
Al
tiempo que el joven músico celayense interpreta, pretende trascender y llega a
ser “una buena influencia en la sociedad”
Sin
tapujos afirma que: “Hay muy poca cultura para escuchar música y así como
comprensión para cualquier persona que se dedique al arte o que sea
independiente” (sic)
En su
discurso vital afirma: “La gente necesita ser abierta para apreciar el trabajo
de las demás personas por humilde que sea, todos necesitamos aprender cada
día”.
Y
mientras ello sucede, Giovani persevera, se esfuerza, sueña con los pies en la
tierra y sabe que las utopías devienen en realidades.
Esteban Pérez, cantante de
temporal.
Como a
muchos campesinos a don Esteban Pérez, un hombre de 65 años, originario de
Apaseo el Alto, las labores de un campo empobrecido le arrojaron del agro. Allá en la parcela de temporal solo
cuando los buenazos de Dios o Tlaloc le mandaban agua, el señor podía
medianamente afrontar con paupérrimo éxito los rigores de la vida, por ello y
porque los amigos le decían: “no cantas mal las rancheras”, Pérez abandonó el
paraíso verde y se instaló en el gris purgatorio de la ciudad. Intentó en la
industria de la construcción. El pico, la pala, la carretilla no eran sus
instrumentos. El aplanado, repellado, colado no eran sus acciones favoritas.
“No más mezcla maistro”, se dijo un día. Fin de la historia entre andamios.
Aquí, a
capela nos cuenta de amores y desamores, del aguardiente y la malquerida, de
valentones y bucólicos paisajes. ¿la entonación, el ritmo, la cadencia, la
cuadratura?, poco importan cuando, a decir de él, se canta más con el corazón
que con la garganta.
Se
despide con un mensaje a contracorriente de su realidad: “Con la alegría en tu
sonrisa, puedes llegar a donde quieras, ser grande y lograr tus metas”.
La música alaba a Dios.
Tal vez
el Coincilio Vaticano II no imaginó el
bien que le hacía a los católicos cuando determinó que las misas se celebraran
en las lenguas maternas, que el oficiante estuviera frente a la asamblea y que
se pudiera interpretar música no sacra en el sacrificio. Tal vez todo ello no
lo sepa Feliciano Martínez Segura, músico urbano de la ciudad de Celaya, pero
al igual él valiéndose de un pandero como único instrumento interpreta hoy si y mañana también los cánticos que se
entonan en las celebraciones eucarísticas.
Más allá
de ganarse el sustento diario con su pregón callejero, Martínez es un ferviente
creyente que con sus alabanzas da gracias a Dios por permitirle vivir pese a un
deteriorado estado de salud signado por la diabetes y una severa debilidad
visual por daño irreversible en la retina.
¿De
verdad el mal se espanta?
Habrá
que tomar con reserva las aseveraciones que dictan los refranes, me asalta la
duda: ¿Quién canta su mal espanta? Ignoro si alguien es capaz de afirmar que al
cantar desapareció el frío, el hambre, la soledad, la marginación. Lo que sí sé
es que la música suele ser bálsamo para el alma, fiel compañía, envión anímico,
regalo no despreciable. Son estas notas (no musicales), una prenda de
reconocimiento y gratitud para quienes desde su estatura popular nos ponen en
contacto con una de las máximas expresiones del espíritu humano: la música.
Entrevistas:
Rodolfo Gutiérrez Moya
Fotografías:
Michael Javier Hernández Aguilar.
No hay comentarios.