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Palabras en Bronce, sobre el Dr. José María Luis Mora


Por David Manuel Carracedo, Cronista Municipal de Comonfort, Gto.

Luego de que, por otras necesidades documentales, me empapé de la obra de don José Ma. Luis Mora, me fue inevitable relatar esta historia:

En uno de los hermosos capítulos de La edad de oro, José Martí nos dice: “Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba a donde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo.” Inspirado por Martí, me acerco, ya bien entrada la noche,  a la estatua que preside la plaza cívica de mi pueblo, abrazo el pedestal con ambas manos, me concentro en el ilustre ideólogo… y nada, de reojo miro la figura del doctor Mora y constato que sigue impertérrito,  mirando altivo la lontananza. “Un poco más de concentración”, pienso, aprieto  los parpados y murmuro “Dr. Mora, Dr. Mora”, cuando dudo si mejor llamarlo don Chema,  una mano pesadísima se posa en mi hombro y con una voz grave me pregunta:
—¿Qué se te ofrece?
Yo imagino que el policía que mide como dos metros me ha confundido con algún borrachín, pero mi sorpresa es mayúscula cuando me encuentro, cara a cara con el Dr. Mora o mejor dicho, con su estatua, toda bronce de los pies a la cabeza. Mientras me repongo del asombro le reclamo:
—Qué mano tan pesadita.
—Debe de serlo. Es de bronce —me explica con voz serena.
Mi sorpresa es tanta que no me cohíbo de escrutar su figura descaradamente, estoy tentado de tocarle en el pecho con los nudillos para ver si está hueco o no.
—¿De veras es usted?,¿el doctor Mora?
—El mismo. ¿En qué puedo servirlo?
Sin acertar qué decir comento con titubeos:
—Pues verá, confieso que no era mi intención despertarlo ¿siempre atiende a quienes lo invocan?
Sin perder la serenidad, me dice con firmeza:
—Primeramente, permítame aclararle que no me despertó, no soy Aladino el de la lámpara, en segundo lugar, es usted el primero que “me invoca” y no podía dejar pasar la oportunidad de platicar con alguien.
Por fortuna el Doctor Mora no conoce la seña odiosa con que, agitando dedos índices y mayores a la altura de las orejas, algunos payasos  quieren decir “entre comillas”. Me siento halagado de saber que quiere platicar conmigo y aparento aplomo al decirle:
—¿Gusta tomar un café, doctor? —y al preguntarle dudo si mejor debí ofrecerle un poco de “brazo”, lustrametales, o hígado de azufre.
—Hace mucho tiempo que no pruebo un buen café.
Una ligera mueca de decepción asoma en su rostro cuando me mira extraer dos vasos de unicel y un termo de mi mochila, a la vez que le advierto:
—Pero es  nescafecito, no crea que me puse a tostar y moler café de Coatepéc —por lo mismo ya no se sorprende cuando lo invito a sentarnos a la orilla de su peana.
Cuando acomoda sus doscientos treinta y ocho kilos en el piso, me dirige una mirada tan afable como inquisitiva:
—A pesar de lo mucho que le admiro, doctor, debo confesar que no comparto aquello de que la ciudadanía, es decir, el derecho a tener voz y voto, debe ser exclusivo de los que acrediten prioridades de cierto monto o una renta de tal cantidad.
—Propiedad raíz por un importe no menor a seis mil pesos o una renta —llámese frutos de industria, profesión o capitales— por mil pesos al año.
Antes de tratar de averiguar cuánto eran mil pesos en 1830 digo con cierta pedantería.
—Eso es propio de la ultraderecha.
—Grave error embutir a la fuerza mi pensamiento en el espectro ideológico de otras épocas —dice con calma.
Con la sabiduría que me caracteriza me apresuro a contestar
—Erh… bueno… este…
—Y a la luz de la historia corriente, ¿puede usted negar que un pueblo ignorante, o mal informado, es capaz de apoyar una corriente política que va en contra de sus propios intereses? Un proletario preocupado por el bienestar de los empresarios, dicho en sus términos.
Para no exhibir más, mi torpeza le comento:
—Por cierto, ¿se ha percatado de la enorme vigencia de muchas de sus ideas?
Sin un dejo de asombro o ilusión me pregunta con calma:
—¿Por ejemplo…?
De entre mis cosas extraigo un manojo de papeles maltrechos, salpicados de la sangre fluorescente de un marcatextos.
—“No hay duda, los pueblos serán libres bajo cualquiera forma de gobierno, si los que los mandan, aunque se llamen reyes y sean perpetuos, se hallan en verdadera impotencia de disponer a su antojo y sin sujeción a regla alguna de la persona del ciudadano; y nada servirán las formas republicanas, que el jefe de la nación se llame presidente o dure por cierto tiempo, si la suerte del ciudadano pende de su voluntad omnipotente”
“Cuando los salteadores y asesinos hallan un apoyo en la autoridad, o a lo menos un disimulo culpable; cuando los libelistas despedazan impunemente la reputación del honrado ciudadano y faltan al decoro debido a la moral pública, alimentando y dando pábulo a la detracción maligna por la publicación de defectos, verdaderos o supuestos, sin que la autoridad use de medio alguno represivo, es evidente que no existe la seguridad individual y que un gobierno apático o coludido, con semejantes agresores, es a buen librar una carga inútil para la nación que lo creó y gravosa para el pueblo que lo mantiene”.
En este punto me vuelvo a mirarlo esperando una expresión de orgullo por su don premonitorio o su vigencia, pero más bien encuentro un airecillo melancólico. Prosigo:
-La propensión insaciable del hombre a mandarlo todo y a vivir a costa ajena con el menor trabajo posible, ha adquirido nuevas fuerzas, y ha hecho de la administración un campo abierto al favor, a las intrigas y a los más viles manejos, introduciendo un tráfico escandaloso e inmoral entre los dispensadores de las gracias y los más viles cortesanos.
-La verdadera libertad no consiste en mandarlo todo y vivir a expensas del tesoro público, sino en estar remoto de la acción del poder y lo menos sometido que sea posible a la autoridad.
-Todo lo que sea aumentar la influencia del que manda, más allá de lo que exige el orden y la tranquilidad para el sostén de la sociedad, es poner en gravísimo peligro los intereses y derechos de los pueblos.
La lectura me va emocionando gradualmente, pero sigue sin hallar consonancia con mi interlocutor.
-Mil veces ha sucedido, que los representantes de los pueblos, haciendo traición a sus deberes por optar un destino al concluir su comisión, se prostituyesen cobardemente a proyectos de ambición ajena y venden con la mayor y más reprensible vileza los intereses nacionales.
—Creo que tiene usted razón.
—No doctor, la razón la ha tenido usted siempre, pero dígame, ¿Ahí arriba se percata de todo lo que sucede en este, su pueblo?
Con sinceridad y misterio dice:
—Yo conozco todo lo que va pasando.
—Entonces ya se percató de que todos los comonforenses estamos profundamente orgullosos de su persona. La escuela secundaria, la preparatoria y esta plaza, llevan su nombre. La casa en que nació alberga un museo donde preservamos su memoria, para que sea venerada por las futuras generaciones.
—Aunque me halaga su entusiasmo, permítame recordarle que, aún hoy muchos no quieren oír hablar de mí, creen que he atacado su religión (mi religión) pero, como lo dije siempre, solo he hablado contra la ambición y la codicia de los ministros del altar. Mis anhelos reformistas estaban siempre acosados por el hecho de que se le podía hacer creer fácilmente al pueblo que las creencias religiosas y las pretensiones clericales eran una y la misma cosa.
¿Y a poco les toma en cuenta? Esos siempre andan buscando motivo para rasgarse las vestiduras.
Una sonrisilla maliciosa aparece en su rostro, pero me comenta:
—Dígame usted, ¿está seguro que quienes asisten a dichas escuelas saben que yo nací aquí? Y si así fuera, ¿cree usted que todos saben quién fue el mentado doctor Mora? Le recuerdo que algunos piensan que me dediqué a la medicina e incluso buscan todavía mi consultorio y que algunos infantes que miran mi figura de bronce piensan que soy Jeremías Springfield.
—Bueno doctor —comento restándole importancia a su reclamo— algunos ignorantes no saben ni como se llaman, pero no es la generalidad.
—Yo considero —dice mi interlocutor luego de un pequeño sorbo a su nescafecito— que del cien por ciento de orgullosos comonforenses que oyen hablar de mí, la mitad saben que no fui médico, de esos, la mitad, aciertan a decir que fui un político, la mitad de  éstos atinan a decir que fui un ideólogo, de éstos últimos la mitad saben que participé en la primera reforma con Valentín Gómez Farías, de esa mitad que sobra, la mitad infiere mi ideología partiendo de que fue similar a la de Benito Juárez (cuando en realidad es al revés) y de esa mitad que queda, un .001 % ha leído alguno de mis escritos.
En vez de confesar que me perdí a la mitad de las mitades, doy un sorbo a mi café para darme un aire de intelectualidad.
—Estoy de acuerdo, doctor, que el mejor homenaje a su memoria no es eregirle un monumento, ni darle su nombre a plazas y calles, pero estas acciones sí hacen que su memoria siga presente entre nosotros.
—No sé cuantos contemporáneos míos, o suyos, viven su vida con la esperanza de trascender aunque sea de esta manera superficial. ¿Usted se imagina que cada acción que realicé, cada escrito que redacté lo hice poniendo miras a mi trascendencia ciento cincuenta años después de mi muerte? Uno ni siquiera imagina si el mundo que conoce seguirá existiendo para entonces, o ¿Cómo se imagina usted este pueblo (que, aquí entre nos, con su nombre le rinde homenaje a un expresidente que iba pasando y se murió) en el 2158?
No sé si el doctor adivina que su comentario me duele al intuir que para ese entonces a él lo seguirán recordando y a mí no.
—Más aún, el motivo de veneración hacia mi persona, para muchos comonforenses radica solamente en que soy su coterráneo, pero nada más, y eso es un aldeanismo superficial.
Antes de que pueda yo decir algo, el doctor agrega:
—¿Usted admira a don Miguel Hidalgo?
—¡Claro que sí!
—Y no era comonforense.
—Pero era de Guanajuato.
—¿Y esa es una razón para admirarlo más? ¿Qué hizo usted para que él naciera en Guanajuato? ¿Qué hizo usted para nacer aquí? ¿No admira usted a Juárez? ¿Y me va a decir que porque era mexicano? ¿Admira usted a Martí? ¿Y a Nelson Mandela?
—Debo reconocer, doctor, que me conoce usted bastante bien.
—Por otra parte, me veo en la obligación de expresarle que la vigencia de mis ideas no me satisface, en absoluto, ciento cincuenta años de historia para que no haya cambiado nada;
Ciento cincuenta años de historia, la mitad de ellos en medio de guerras para que de entonces a la fecha haya habido un par, si acaso, de elecciones honestas;
Una guerra de reforma, una revolución y una guerra cristera, para que un protector de pederastas quiera dictar la moral de todo un pueblo;
Cientos de miles de muertos para que los desposeídos de este país no encuentren mejor futuro que emigrar y dejar su tierra y su cultura;
Cuatro guerras de intervención para que las riquezas naturales de este país estén siendo malbaratadas impunemente.
Ahora soy yo el que pierde la emoción que me envolvía, sus palabras y las ideas que me despiertan me dan vueltas en la mente. Sintiendo que al menos debo despedirme busco al doctor Mora y lo encuentro al pie de su peana, sin decir más sube sin dificultad, retoma su postura solemne y, no sé por cuánto tiempo, vuelve a refugiarse en el olvido.



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