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El Pirul del Cementerio



Por David Manuel Carracedo, Cronista Municipal de Comonfort, GTo.

El más antiguo camposanto de nuestro pueblo se localizaba en el atrio del templo de San Francisco que, hacia principios del siglo XVII, ocupaba la totalidad de la plaza Dr. Mora. Con motivo de las grandes reformas promovidas en México a mediados del siglo XIX, fue necesario construir en Chamacuero un nuevo Cementerio; llamarlo camposanto sería contradictorio con el espíritu de la reforma.
La ley del 31 de julio de 1859 indicaba que estos espacios deberían estar en las afueras del poblado, aunque no muy lejos del mismo. Cuando fuera posible deberían ubicarse a Sotavento es decir hacia donde sopla el viento, en vez de estar desde donde sopla el viento. Como el predio seleccionado se ubica en el extremo sur de la calle Juárez ambas recomendaciones de la ley se cumplían en aquel entonces. Poco a poco los difuntos comenzaron a poblar el nuevo cementerio. El terreno era enorme, como en todo nuestro campo pirules y mezquites de diferentes edades daban sombra y destellos verdes al lugar; al fondo un joven pirul, de cuatro metros de altura, parecía delimitar el extremo del cementerio. En el costado oriente el arroyo Jalpilla colindaba y aportaba su cuota de verde con intrincados carrizales. Con el correr del tiempo el sitio se fue llenando de chamacuerenses que partían a otro destino. Para abrir espacio también los árboles fueron siendo talados, sólo el mezquite del fondo permaneció intacto. Treinta años después había duplicado su altura y su diámetro, también había observado cientos de despedidas desgarradoras, mientras percibía en sus raíces el andar acompasado de la muerte. Luego de que la intervención francesa, la revolución y la cristiada contribuyeran a poblarlo, el predio al sur de la calle Juárez estuvo totalmente lleno. Pero como la inexistencia de espacios no impedía los decesos fue construido un panteón nuevo; desde los años treinta del siglo XX, nuestros muertos descansan en el Panteón Municipal de la calle 20 de noviembre, en la salida a Jalpilla. El panteón de la calle Juárez quedó consagrado al descanso eterno de sus pobladores y a la veneración y respeto de sus familiares. Treinta años después ya nadie visitaba el “Panteón Viejo”. En parte porque los deudos de cualquier difunto no sobreviven eternamente, en parte porque la veneración tampoco es eterna y también porque los desbordamientos del arroyo Jalpilla llegaron a desenterrar osamentas, destruir lápidas y reacomodar esqueletos.

 Hacia 1970 la memoria de los difuntos ahí presentes se había diluido en el olvido, incluso la mayoría de los monumentos funerarios habían desaparecido. Ante tal abandono, los jóvenes de la calle Juárez se avocaron a regularizar el terreno. Había un buen número de oquedades, por lo que llevaron una máquina que emparejo la superficie, al menos lo suficiente para jugar futbol de buen nivel. Tan buen nivel que durante unos años el equipo de la calle Juárez participó en numerosos torneos de las ligas municipales. En 1973 el Municipio cedió el terreno para la construcción de la Escuela Primaria Francisco Eduardo Tresguerras que funcionaba, apretujando diez aulas, en el antiguo edificio del Hospital. Como era de esperarse, las osamentas aparecieron en los cimientos. Nadie, ni los padres de familia que promovieron la construcción, ni los maestros entusiastas, ni los alumnos que tuvieron el singular privilegio de estrenar escuela, imaginaron historias de terror o misterio por habitar una escuela construida sobre un antiguo cementerio. Yo fui de esos alumnos y recuerdo la emoción y el asombro de llegar a salones luminosos, relucientes, aún olorosos a pintura; el gusto por jugar en una enorme cancha de futbol con porterías de madera. Para no desmentir su pasado, en el extremo poniente de la cancha se perfilaban varias estructuras de piedra; añejas en extremo, grisáceas y cuyas inscripciones eran absolutamente ilegibles. Lejos de despertarnos la curiosidad y el respeto, que ahora me parecen lógicos, nos servían de improvisada tribuna para mirar los partidos que, con diez o doce pelotas simultaneas, se verificaban a la hora del recreo. Trepados en los viejos monumentos no reparábamos ni en la incomodidad ni en el riesgo de tal pedestal, mucho menos en la falta de respeto inherente a semejante conducta. A pesar de mi edad siempre me imaginaba que una máquina había arrastrado los monumentos hacia la periferia de la cancha, esta idea era compartida por algunos condiscípulos. Ahora sé que ello es imposible, que no hay muro ni monolito que pueda arrastrarse, seguir en pie y después soportar la embestida de los chiquillos en el recreo. Contradiciendo la idea preconcebida, el pasado del predio y los muertos aún presentes no dieron paso a historias de misterio o fenómenos inexplicables.
Cuando la construcción estaba aún en proceso, le preguntaron a don Panchito (el velador de la obra) si no le daba miedo estar ahí por las noches él se encogió de hombros y  no le dio ninguna importancia. Por cierta inercia laboral don panchito fue contratado como conserje-jardinero y velador de la escuela ya en funciones. Era uno de esos hombres como suspendidos en el tiempo, a pesar de que podía tener 60 o 70 años era activo y vigoroso, con su pantalón de pechera y su inmaculada camisa blanca deambulaba por los pasillos y patios conjurando las travesuras de medio millar de chiquillos.

 Un fenómeno totalmente lógico provocó que las rosas florecieran con inusitada alegría, eran enormes y había docenas en un mismo rosal. Todo lo que don Panchito sembró en aquellas tierras crecía con exuberancia. Siempre dije que los ancestros se asomaban a mirarnos a través de las flores. Sin embargo en medio de esa perene primavera promovida por los niños y los muertos, el pirul en el extremo central de la cancha tenía un aire triste, no misterioso ni marchito, parecía nostálgico. A pesar de que cada diciembre doce grupos de niños llegaban, uno por uno,  alborotados y contentos a romper piñatas colgadas de una de sus ramas, no dejaba de tener un aire triste. Quizás porque fue mucho el sufrimiento de deudos y difuntos en la flor de su existencia, pero algunos vecinos aseguran que se le escuchaba sollozar; un lamento prolongado llenaba ciertas noches. Más de una ocasión los vecinos o don Panchito se acercaron intrigados buscando el origen de aquel sollozo, nunca encontraron más que la silueta meditabunda del viejo pirul. Puede creerse que así como algunos difuntos emergían a través de las rosas, otros utilizaban las ramas del árbol para lamentarse de su vida o de su muerte.

Poco a poco todos los muertos salieron, salieron hechos flores, hechos frutos deliciosos, altas yerbas o espesos prados. Pero salieron todos y el suelo antes fértil empobreció. Quizá para terminar su ciclo, y habiendo cumplido su misión con sus muertos, un rayo subió a los cielos desde el pirul, desmintiendo la creencia popular de que todos los rayos fluyen de arriba para abajo. En un estallido de luz y emitiendo lo que los vecinos calificaron, más que un trueno, como un grito desgarrador, el alma del pirul se perdió en el infinito. Poco tiempo después el árbol estaba seco, cuando su tronco y sus ramas marchitas fueron un peligro para los niños, las autoridades escolares determinaron derribarlo y retirarlo. Así desapareció el pirul del cementerio pero con toda seguridad sus semillas habrán caído en suelos fértiles para forjar nuevas historias.

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